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La cafetería está llena de gente, los cristales condensan los ruidos y las voces y estas suben el volumen para oirse, como en una espiral viciosa.
Hablamos poco y, tras tu espalda, el sol desciende como el rey del mundo que es, asomándose cuando le apetece por entre las nubes de la tarde para dar algo de brillo al mar, que resplandece bajo mi mirada.
Un enorme barco se adentra en la ría, y nosotros seguimos en silencio. Hay palomas y jilgueros dentro del bar, picoteando restos de patatas que alguien no se ha comido.
Pienso en las parejas esas que van a un café y no se hablan, que parecen como aburridas de estar juntas. Siempre nos llaman la atención. Pienso en que alguien que nos viera podría pensar lo mismo. Que no tenemos nada que decirnos. Pienso en lo difícil que es estar a gusto con alguien, en medio del barullo de un bar, en silencio. Pienso en los silencios incómodos.
Y después de pensar todo esto, te sonrío agradecida y profundamente relajada, y sigo mirando al mar.
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