6.24.2009

CRÓNICA DE UNA CACHARELA

Cuando me bajo del autobús ya huele a humo y cenizas. Avanzo un poco y el olor es el inconfundible: sardinas.
Cuánto había echado de menos en Madrid las noches de San Juan.
No obstante, las colas para las sardinas que regalan en cada hoguera son tan largas que nos metemos en un bar a tomarnos un sandwich.
Con las pilas cargadas y muchas ganas de ver el fuego, llegamos a una hoguera masificada e intentamos ver la hoguera entre las cabezas y los hombros del personal. Vemos como un grupo de adolescentes saltan una y otra vez el fuego. Es algo primitivo, algo ancestral, el hombres saltando encima de las llamas y el humo para purificarse.
Hablamos de las hogueras de Coruña, de Vigo, del Grove. Hogueras junto al mar. Mar y fuego, lo más poético del mundo.
Llegamos a una hoguera mucho más asequible, donde podemos sentarnos a observar las llamas, sin coches, sin tantas aglomeraciones. Es que no regalan sardinas. La gente está charlando, bebiendo o mirando el fuego, que está bastante alto. Los primeros valientes empiezan a saltar. Uno no salta suficientemente alto y atraviesa el fuego. Se ha quemado hasta las pestañas el pobre. El resto hacen lo propio, los gallos del corral saltando una vez detrás de otra. Unos dicen que son tres veces, otros que son nueve.
Mi amiga Ana se entera de que lo que hay que quemar en la hoguera son las cosas malas, las cosas que no quieres que vuelvan, las cosas que quieres que se vayan. Ella lleva varios años quemando su oposición. Y así nos va, claro.
Quedamos en hacer nuestra propia hoguera cada una en su casa, para exorcizar nuestros propios demonios en un cenicero. A mi se me olvida cuando llego a casa. Tengo sueño porque mi vecino no me deja dormir por las noches con sus conciertos a partir de la una de la mañana.
No he quemado nada este año. Pero me siento purificada.
Por fin vuelvo a vivir las hogueras de San Juan.

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