Esta mañana he visto a una mujer llorar en una terraza.
He visto brillar sus lágrimas, una por una, en ese instante en el que son seres autónomos que pueden resbalar, antes de que el pañuelo de papel o la manga de la camisa las devuelvan a la masa.
Lágrimas únicas, gotas perfectas de agua y sal que esconden miles de motivos, de harturas, de cansancios, de dolores imperceptibles para casi todos. Punzadas que de vez en cuando se juntan y se convierten en agua.
Y he visto el peso de su pena cayendo sobre el suelo de la terraza.
Y he recordado que mi padre siempre me repetía que llorar nunca era la solución. Y yo intentaba contener las lágrimas para parecer más fuerte.
A veces no se puede elegir lo que se aprende.