3.22.2005

ROSA (1ª PARTE)

Tenía 17 años y llegaba a Santiago de Compostela a estudiar mi primer año de carrera. Iba a vivir en un piso compartido con mucha gente, pero sin mi familia. Ese primer día, un lluvioso domingo de octubre, fue uno de los más deprimentes que recuerdo. Después de haber dejado las maletas en mi nueva habitación, mis padres me llevaron a casa de la prima de mi madre, su amiga del alma de toda la vida. Yo había escuchado muchas historias sobre ella, mi madre ha repetido tanto las leyendas familiares que ya nos las sabemos de memoria, aunque seguimos pidíendole que nos las cuente otra vez. Sabía que ella era una de las mejores en su profesión, que era muy exigente con todo el mundo, muy respetada también por todos, y que era una persona especial. Bueno, en mi familia de esas hay varias.

Su apartamento era como entrar en un pueblo en el piso octavo de un edificio en el medio de la ciudad. Cuando llegué, con mi cara de susto y con mis padres, presencié una conversación que me hizo pensar que esa mujer era extraterrestre. La discusión, entre ella y uno de mis primos mayores, incluía dos coches, dos perros, dos casas y dos viajes de trabajo al campo. Duró aproximadamente quince minutos, y fue como ver hacer encaje de bolillos a la velocidad del rayo. Y yo recuerdo que me dije, esta mujer va a descubrir en seguida lo mimada que estoy, lo pequeña que soy y las estupideces que digo.

Al principio iba a su casa a comer de vez en cuando por obligación, y ella me lanzaba pregunta tras pregunta como dardos a los que apenas tenía tiempo de contestar, ni mucho menos de pensar en la respuesta. Todas las conclusiones sin lógica a las que llego, me las rebatía hasta que yo dudaba hasta de mi nombre. Cada decisión que iba a tomar, me forzaba a estudiarla cuidadosamente. La velocidad en sus razonamientos y lo rápido que habla hacían que saliese de allí con dolor de cabeza al intentar seguirla. El miedo que me inspiraba se fue transformando en admiración, adoración y respeto.

A veces llegaba a su casa a comer con mis llaves y ella no estaba. Me dejaba en una bandeja de madera la comida, el postre y flores en una pequeña copa de cristal. Y yo, sola con sus perros, en medio de la paz y la belleza de su casa, me sentía como si viviese en un cuento, y mis visitas a su casa se transformaron en una especie de refugio para mi, en el que huir de todas las cosas que me pasaban en la universidad, en el piso, con la gente que estaba conociendo.

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