EL HOMBRE DE LA PARADA
Me lo crucé al salir de la oficina y me siguió murmurando hasta la parada del autobús.
Se sentó a mi lado, y yo abrí mi libro y exhalé un suspiro de resignación. Siempre la misma historia. Emano un irresistible poder de seducción para la gente más estrafalaria que necesita hablar con desconocidos. En mis viajes en tren de estudiante, me leyeron poesías, me cantaron, se durmieron en mi hombro, me pidieron trozos de bocadillo y me robaron revistas, pero sobre todo me contaron su vida. Vidas de marineros alcóholicos y de poetas incomprendidos.
Este hombre no iba a ser una excepción. Estaba muy borracho y hablaba de maricones y de palizas.
Intenté leer, pero me resultó imposible.
Me contó que le habían echado del albergue porque estaba borracho y que no sabía dónde dormiría esa noche. De pronto bajó la voz y me dijo que a él también le encantaría saber leer. Que estaba seguro de que leyendo se aprendía mucho, cosas de otra gente, de otras vidas, cosas del mundo.
Yo no le miré, seguí con los ojos pegados a mi libro. Porque ya se que si les miras, luego sus ojos te acompañan hasta el fin de los tiempos. Supongo que también porque me daba miedo.
Él estaba diciendo que era muy bueno leer, pero que las cosas de la vida también se aprenden en la calle, cosas que a lo mejor no queremos ver, no queremos saber, pero que están ahí, muy cerca, todos los días. Y se reía quedamente, como se rie alguien que sabe algo que los demás no saben.
Llegaba mi autobús y levanté la vista. Le miré a los ojos y asentí con la cabeza. No creo que me viese, sus ojos eran líneas finas y brillantes, y miraban muy lejos. No tuve valor para decirle que tenía razón, y creo que debí haberlo hecho.
Se cerraron las puertas, y después llegué a mi casa calentita.
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